"Una linda historia en plena pandemia"
La vida a menudo nos presenta sorpresas inesperadas, y en noviembre de 2019, me encontré frente a una de ellas. Con una intuición casi profética, adquirí una prueba de embarazo, anticipando lo que ya mi corazón sospechaba. La ansiedad y un ligero temor me acompañaron al descubrir las dos líneas que confirmaban un futuro no planeado. Con dos exámenes pendientes para finalizar mi carrera, los recuerdos de embarazos pasados (náuseas, fatiga, etc.) inundaron mi mente.
Era mi sexto embarazo, y aunque pensé en las opiniones ajenas, la alegría de ser madre una vez más se apoderó rápidamente de mí.
Opté por esperar y compartí la noticia en diciembre, con la primera ecografía de 9 semanas que mostraba claramente al nuevo miembro de la familia. Mi esposo estuvo a mi lado, testigo del pequeño milagro.
Con el nuevo año llegaron las náuseas, los vómitos y un cansancio abrumador. A pesar de ello, decidimos viajar a Chile tras las 12 semanas, sin imaginar que pronto cerrarían sus fronteras. Febrero nos regaló días maravillosos en familia, incluyendo un fin de semana inolvidable en San Luis con mis padres, hermanos, primos y sobrinos, justo antes del inicio de clases.
Los niños comenzaron la escuela con entusiasmo, pero la alegría fue efímera. Solo unas semanas después, una pandemia irrumpió, con los primeros casos en Argentina. La preocupación por el futuro de la educación creció entre los padres y, finalmente, se suspendieron las clases en todos los niveles, justo el día antes de mi examen final. Con los niños en casa y un embarazo avanzado, el miedo y la tristeza me invadieron al ver otra meta pospuesta. Sin embargo, dos semanas después, logré completar mi último examen y graduarme con 26 semanas de embarazo.
Las semanas se convirtieron en meses, y la sombra del virus acechaba en mi mente al acercarse el parto. Las ecografías y controles se limitaron a citas solitarias, y a pesar de ser mi sexto embarazo, todo se sentía extraño y desconocido. Me preguntaba cómo sería dar a luz con una mascarilla puesta permanentemente.
Cerca del final de mi embarazo, mi obstetra sugirió programar el parto para principios de julio para "estar tranquilos" respecto al COVID-19. Esta decisión me dejó con más dudas e inquietudes que respuestas. Llegó el día señalado, y con todo preparado en casa, nos dirigimos a la clínica. Mi esposo estaba emocionado y ansioso; yo, aterrada. Nunca había experimentado una inducción y temía que el bebé no estuviera listo a las 37 semanas. Pero ya estábamos allí, y traté de mantener la calma. Poco después, mi obstetra me informó que debíamos hablar. Me comunicó que la clínica estaba saturada y que me reprogramaría para la semana siguiente. Salí de la consulta decidida a no volver hasta que el parto ocurriera naturalmente.
Ignoré la fecha programada y confié en que aún me quedaba al menos una semana más. Al día siguiente, el 9 de julio, feriado en Argentina, comencé a sentir contracciones leves e irregulares alrededor de las 12:30. Decidí esperar, bañarme y preparar el almuerzo, lo cual resultó imposible. En una hora, las contracciones se intensificaron. Mi esposo sugirió que era hora de ir al hospital, y así lo hicimos. Llegamos a la clínica a las 13:50, donde me informaron que mi obstetra me había esperado el día anterior, lo que significaba que no asistiría.
La partera de guardia me examinó y, con una mirada de alarma, me dijo que tenía dilatación completa y que solo la bolsa retenía al bebé. Me pidió que aguantara hasta llegar a la sala de parto. Afortunadamente, estaba cerca.
El padre se vistió con el traje especial requerido por el protocolo, y finalmente, en una clínica casi desierta, nuestro bebé nació sano y hermoso. En la tranquilidad de nuestra habitación, solos los tres, nos hicieron la internación. Debido a la pandemia, la estancia fue breve, y al mediodía siguiente, regresamos a casa con la paz de estar todos juntos y sanos.
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